Esta Navidad disfrutemos del vino sin normas, sin clichés

Es gracioso ver como cuando le preguntas a la gente qué recuerdos tienen con el vino y la Navidad, todos te cuentan una historia diferente

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Se aproxima la Navidad y por todos los lados nos abruman con listas de los mejores menús, los regalos perfectos y cómo ser el mejor anfitrión. El vino no escapa a ese escrutinio y no faltan las publicaciones en las que se recomienden diferentes botellas, maridajes e incluso cómo preparar y servir el vino a riesgo de parecer un patán en caso de no seguir las directrices marcadas.

Entiendo el atractivo de este tipo de recomendaciones, pero no puedo evitar pensar que seguimos hablando del vino como si de un bien extraño se tratase, sólo apto para sibaritas y grandes conocedores, cuando en el fondo su consumo debería ser mucho más simple, más natural. Llevamos el vino en nuestros genes, ha sido fundamental en nuestra dieta a través de los años y es parte de nuestra historia.

Es gracioso ver como cuando le preguntas a la gente qué recuerdos tienen con el vino y la Navidad, todos te cuentan una historia diferente. Algunos como Aroa, en cuya casa no se empieza a cocinar hasta que se descorcha la primera botella. Otros como Quico, recuerdan que era por Navidad cuando se abría la veda y hasta la abuela bebía una copita de cava y te animaba a probarlo. O Paco y Joaquín, siempre con una copa de burbujas en la mano. Incluso en casa de María o de Carlos, cuyas familias no le tenían especial aprecio al vino y, sin embargo, en Navidad no faltaba la botella sobre la mesa. El vino siempre estaba ahí.

Algunos de los recuerdos más hermosos de mi infancia son las Nochebuenas en casa de mi abuela en Lugo. La preparación de semejante festividad se venía organizando semanas antes cuando, tras intensas e interminables llamadas telefónicas, se decidía que, como todos los años anteriores y los posteriores a partir de ahí, Catonio se encargaba de los langostinos, Marina del puré, Estrella del salmón, Ana de los regalos, la abuela de los turrones, el carnicero del asado y, por supuesto, Tonón del vino.

Tonón, mi padre, sentía verdadera pasión por el vino. En mi casa, siempre llena de gente, mi madre preparaba comidas pantagruélicas regadas de vinos blancos, tintos, jóvenes, criados… que daban paso a interminables sobremesas. La devoción era tal que, aunque por lo general el menú marcaba el vino que se iba a beber, a veces ocurría lo contrario… Era mi padre el que decidía de antemano qué botellas se iban a abrir, aquellas que llevaba tiempo guardando para la ocasión y a las cuales mi madre se debía ajustar para que su cocina acompañase correctamente esa preciada bebida. En Navidad era cuando todo ese trabajo de selección se intensificaba, ya que no era sólo las fiestas, sino que tenía que haber siempre vino para las visitas, las reuniones inesperadas y las tardes tranquilas. Era un trajinar constante de botellas, algunas modestas y otras soberbias.

Hace años me tocó coger el relevo y me tomo muy en serio mi labor. De la cocina de mi casa, he ampliado a las de amigos y familia; y cada año, por estas fechas, recibo el encargo de agenciarme con unas cuantas cajas de vino que después reparto. Siempre vino blanco y tinto, algún rosado para sorprender y burbujas para abrir boca. Algo gallego y algo de fuera, a ser posible de productores no muy conocidos. Botellas de precio ajustado para el día a día y algún exceso para las fiestas más importantes. Siempre abundante y siempre con la misma premisa: “Dejaos sorprender”, atreveos a comer con cava o a acompañar el cochinillo con un buen blanco gallego. Disfrutad del vino como siempre se ha hecho, sin clichés, sin normas.

Entiendo que tener un personal wine shopper no es tan común, pero eso no debería impedir que en cualquier mesa navideña se pueda disfrutar de un buen vino. Es ahí dónde, a mi entender, reside la utilidad de esas minuciosas listas o lo que considero más importante, el consejo de un buen tendero que te ayuda a elegir entre la infinidad de opciones disponibles. Con consejo o sin el, pero que no falte el vino. No olvidemos que la Navidad viene de aquellas bacanales romanas en las que después de festejar al dios Saturno, se celebraba el solsticio de invierno, el nacimiento del Sol. Siempre divertidas, festivas y bien regadas de vino.

En una de mis películas favoritas, ‘La vida de Bryan’, hay una escena delirante en la que, reunidos en asamblea, los rebeldes se quejan del espolio romano, mientras enumeran uno a uno los exiguos beneficios que dejan: los acueductos, el alcantarillado, las carreteras, el riego, la educación, el orden público, la sanidad… Y el vino. Pues sí, los romanos nos dejaron muchas cosas, algunas sencillas y otras magistrales, entre ellas la Navidad y el vino.

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